Hielo ardiente

Apenas llevaba tres meses de estancia en la capital de Austria, pero tenía la extraña impresión de que siempre hubiera vivido allí. A veces soñaba que tenía una segunda vida, perfectamente sincronizada con la actual, pero subida a otra dimensión. Las calles y las plazas de Viena, los edificios y las fisionomías de las personas, incluso los olores le parecían familiares, hasta que cogía del aire palabras que le sonaban conocidas, sabiendo bien que, en realidad, no dominaba el idioma alemán. Era como si alguien misterioso y desconocido se encargara de vigilar sus pasos por la ciudad, siempre eligiendo la ruta correcta, sin vacilar. ¡Como si fuese ella la protagonista de una vida ajena!

La situación tenía la ventaja de darle tiempo para disfrutar cada segundo y vivir y reiterarlo todo en ecos repetidos, consciente del doloroso deslizamiento del tiempo. Sabía muy bien que pronto, con la llegada del Nuevo Año, los días de su bendita beca en Austria iban a difuminarse para siempre.

La Navidad la había tomado por sorpresa. Estaba preocupada por otros pensamientos. No podía quitarse de la mente el espectro implacable de la patria, esperándola en la niebla lejana y oscura de la Europa del Este. El mapa de su país siempre le había sugerido un perfil de niña de coletillas, algo tonta, haciendo muecas. El temor de dejar atrás la bonita Austria, hizo que su corazón se comprimiera, como atrapado por una prensa de hielo. El clima húmedo de finales de otoño aumentaba la sensación de frío. En pocas palabras, le costaba luchar contra la tristeza que inundaba su alma en aquella fatídica y lluviosa Nochebuena.

Sin embargo, el agua no era su elemento favorito. Hubiera preferido la nieve. «El agua alcanza su peso y densidad máximos alrededor de los cuatro grados centígrados», recordó. De hecho, la pantalla digital colocada enfrente de la farmacia cerca del mercado Naschmarkt indicaba 4 ° C. Se levantó el cuello y comenzó a avanzar disfrutando los dulces aromas de vainilla y canela. Se puse nerviosa por la eufória de los vendedores. De repente recordó el perfume de las especias navideñas de su país y sintió ganas de comer los tradicionales rollos de repollo.

En el mercado de frutas y verduras, se detuvo frente al puesto del comerciante de Serbia y en broma hizo una pregunta: «¿Tienes repollo en salmuera, de cabeza grande, intacta?». El vendedor la miró con una sonrisa triunfante y, agarrando una cuchara enorme, sacó de un barril enorme un terrón que emanaba un fuerte olor agrio. ¡La Navidad estaba a salvo!

«¿Tú qué eres, rumana o búlgara?», le preguntó el serbio despistado, mientras le devolvía el cambio. Obviamente no podría ser de otra nacionalidad, ¿quién otra persona se atrevería comprar tal barbaridad en Austria? Pensó en el prodigioso músico rumano George Enescu que, visitando Viena cuando era niño, le había preguntado a su madre si estaba permitido decir que era rumano. Tenía miedo, el pequeño, de que pudiera pasar por… vanitoso.

Desde entonces los tiempos habían cambiado. El orgullo de ser rumana se mantenía a cuotas modestas, bien escondidas en la profundidad de su alma. Fingió no haber oído la pregunta del comerciante y se dio prisa. Ya tenía un objetivo concreto, una razón de alegría: la preparación del repollo. Mientras volvía a la casa, se dio cuenta que también la lluvia caía más despacio.

Al andar, sus pensamientos volaron hacía sus seres queridos, la familia que probablemente estaba haciendo lo mismo que ella, preparabndose para la Navidad. Sintió remordimiento por no estar a su lado, como en todos los años precedentes, pero sabía que se lo iban a perdonar. Mientras que, aprovechando las vacaciones, la mayoría de sus compañeras y compañeros de estudios se había marchado a sus países, ella había decidido quedarse en Viena y disfrutar los últimos días para los cuales todavía tenía una visa en su pasaporte.

También su marido la esperaba paciente e imperturbable. Se habían casado jóvenes. Había sido un error casarse de esa manera, por impulso. El matrimonio estaba a punto de fracasar. Ella lo sabía, él aún no se había dado cuenta…

Luego recordó a sus colegas del instituto. Por supuesto, la envidiaban por haberse ido a estudiar al oeste y la esperaban con ganas de cambiar los papeles: pronto iba a venir su turno de sacrificarse por ellos. ¿De dónde sacar la fuerza y la determinación para seguir adelante con el Año Nuevo, desenredar los hilos de su vida enmarañada?

Un ruido ensordecedor la despertó de su melancolía. Asustada se estremeció recordando las salvas de metralletas que acompañaron la revolución de su país de diciembre pasado. El temor de aquellos ruidos había quedado grabado en sus huesos. Se tranquilizó pensando en los menos afortunados, como la pareja de dictadores que encontró su muerte en aquellos días. Después de todo, en comparación a ellos, ella estaba bastante bien.

Echó un vistazo a los árboles de Navidad, alineados tronco a tronco, a la manera militar. ¡Los precios le parecían exorbitantes! Después pasó por el supermercado, compró carne picada y no se detuvo hasta que llegó al Centro de Intercambios Académicos, dónde residía.

Mientras preparaba el repollo, notó que los movimientos de sus dedos calmaban su mente. En silencio, sus arrepentimientos se disiparon. Puso la olla en la estufa y comenzó a limpiar la casa. No era gran cosa, resultaba muy fácil mantener ordenado su diminuto estudio.

Llegada la hora de decorar, se vio obligada de admitir que no había nada que pudiera usar como adorno navideño. Decepcionada se asomó a la ventana, mirando si por acaso su compañera polaca se acercaba a la casa. Y en aquel momento notó la llegada del regalo más bonito que podía haber imaginado: ¡la nieve!

Su corazón dio un salto de alegría. Copos gruesos caían del cielo cómo una bendición silenciosa. Bailaban alegremente en el aire, brillando a la luz de los faroles. ¡Una forma de agua que le gustaba más!

De repente, su estado de ánimo mejoró, cómo si una mano invisible hubiera tocado su alma, dejándola despejada. Espontáneamente le volvieron a la mente los «pobres» abetos del mercado, probablemente todavía no vendidos.

 «Quizás ahora, al final, sean más baratos. Vale la pena echar un vistazo», pensó mientras agarraba su abrigo, intentando a salir en la calle. Menos mal que la polaca acababa de entrar. La agarró por los hombros y, sin dejarle tiempo de pensar, la arrastró diciendo: «¡Ven conmigo!».

Avanzaban alegres, abriéndose paso a través de los copos esponjosos, mezclando risas y villancicos en polaco y rumano. Pero la alegría se les hizo añicos cuando llegaron al mercado. Lo encontraron desierto y sumergido en un silencio de tumba. En el centro había una enorme pila de ramas de abeto y restos de árboles que no habían sido vendidos. Era obvio que los vendedores los habían cortado en pedazos para ahorarse la devolución.

Sus mejillas estaban casi paralizadas por el frío de los copos de nieve, pero las lágrimas no querían congelarse. «¡Llorona!», le gritaban los niños cuando era pequeña. Siempre había sido así, sensible y exagerada, emocional. Y, a pesar de sus lágrimas, todavía no sentía alivio,…

Para cambiar sus pensamientos se enfocó en la información del artículo recientemente leído que trataba de las paradojas del agua. La sórdida certeza de que «bajo una enorme presión, el hielo reanuda su agregación líquida, incluso si las temperaturas son extraordinariamente bajas, como en el interior de los planetas Neptuno o Urano» le proporcionó de manera casi milagrosa un poco de satisfacción y consuelo. También ella se sentía como un cuerpo extranjero a la deriva, ardiente por dentro y congelado por fuera, con un núcleo aplastado por las cargas que la comprimían y le cortaban el aliento. También ella era una especie de conglomerado, compuesto por elementos antagonistas, difíciles de comprender. «Los expertos suponen que este hielo ardiente superiónico es tan compacto que incluso absorbe la luz, lo que le da una apariencia de color negro opaco». Por un momento, también ella vio todo en negro.

No tuvo tiempo de profundizar este tema, porque su amiga polaca la llamó a su lado, gritando alegremente. ¡Había logrado encontrar una pila constituida por abeto casi intactos! Se trataba probablemente de los abetos más bonitos de Austria, los nobles, con ramas densas y color brillante, en tonos plateados. Por respeto o por pereza, los comerciantes habían decidido de no destruirlos.

Eligieron un tronco grande con una punta apropiada. Luego, doblándose bajo la preciosa carga, la transportaron á la casa. Así cumplieron el plan de «abetación» del cuarto.

La papelera alta, con su tapa abatible, estaba como hecha para sostener el tronco. Se convirtió en soporte para el bonito árbol de Navidad que ocupaba la mitad de la habitación. Ataron la punta con una bufanda de seda roja, coronando el trabajo con un lazo artísticamente colocado. De las ramas colgaron todas las joyas que tenían disponibles.

Dada por conocida la noticia sobre «la llegada de la Navidad», no duró mucho hasta cuando el árbol brilló en todo su esplendor, adornado con pendientes, aretes, collares y pulseras procedentes de todo el mundo, desde los más pequeños, hasta a los más grandes, caros y baratos, viejos y nuevos, abigarrados y sencillos. ¡Nunca hubo un árbol de Navidad más hermoso y más cariñosamente rodeado por villancicos políglotas, que ese espécimen plateado, salvado como por milagro, en último momento!

Poco después, atraídos por el olor embriagador del repollo, descendieron los tres cirujanos estéticos ucranianos que residían en el tercer piso. Cada uno de ellos llevaba como regalo una botella de vodka en la mano (se rumoreaba que recurrían a la «medicina en gotas» para contrarrestar el temblor de los dedos). Aquello fue el momento en el que la fiesta alcanzó su justa plenitud.

Sobre las doce de la noche, ella notó que el hielo que le había apretado el corazón se había derretido. Solo una frase procediente del artículo sobre las peculiaridades del agua que seguía obsesionarla: «Paradójicamente, para congelar el hielo ardiente, no es necesario enfriarlo. Por el contrario, hay que calentarlo».

Se acordó de las ocasiones en que su madre colgaba la ropa humeda fuera, en el frio congelador del invierno. En vez de transformarse en hielo, el agua pasaba directamente al aire, dejando la ropa limpia y seca. Del mismo modo, sus pensamientos tristes se habían desvanecido en el aire, sin pasar por la temida forma liquida de sus lágrimas.

Mientras su corazón latía cálido y tranquilo, el futuro comenzó a tomar forma, flotando como una capa de nieve blanca e imponderable sobre las aguas turbias de su pasado.