Navidad en Rumanía

Hace muchos, pero no tantos años, solíamos sacrificar el cerdo en nuestro patio. „Hemos matado”, anunciaba en voz baja la abuela, como si se trataba de un mántra sagrada. Por supuesto, el asunto no era un trabajo simple, pero aún así, trágico y brutal, nos garantizaba fiestas felices en un mundo apretado por la escasez del sórdido comunismo. Matar a la pobre criatura era nuestra única manera de sobrevivir a las fiestas con dignidad, rodeados de salchichas, brochetas, tocino, jamón, manteca y mucho más.

La especialidad de nuestra familia era el „estómago agrio”, en rumano „moagăna”, una especie de tambor morado, de gran tamaño, relleno de carne adobada, tocino y especias, cocida durante muchas horas en una olla grande, con repollo escabechado. Su receta la conocían solamente los del pueblo de mi abuela y se conservaba y transmitía de boca a boca, por generaciones.

Nadie de la familia olvidará la catástrofe del año cuando un tío segundo se permitió improvisar un poco, incluyendo el ajo entre los ingredientes. ¡Fue un desastre! De todos modos, ese tío no era el preferido de muchos.

El jugoso y rico „estomago agrio” puede crear adicción. Recuerdo cómo empezaba a gritar el hijo de nuestros vecinos, uno que se había ido a vivir en la ciudad, desde el primer momento en el cual pisaba la tierra de nuestro pueblo. Clamaba sin cesar: «¡Mamá, apurate que vengo! ¡Tengo hambre, quiero moagăna!. ¿Está caliente ya? ¡Mamá, mamá, dámela!»

Pregunté en todas partes, pero en ningún otro lugar he encontrado este tipo de comida. Solo últimamente dí por casualidad con su origen: se trata de una comida conocida solamente en un área restringido del sur de Alemania. Quizás, los alemanes que se establecieron en Rumanía hace más de 800 años nos han traído y dejado esta receta. El Saumagen alemán – la palabra Magen significando estómago y Sau la cerda hembra –  fue la comida preferida del Canciller Helmut Kohl. A petición de ese corpulento político se sirvió en muchas mesas oficiales, pero, por ser un plato no muy elegante, siempre hubo discusiones acerca de esta extraña manía de Kohl.  ¿No me sorprende que el apellido de ese político carismático se traduce en no mas y no menos que… col (en alemán Kohl)?

Pero volvemos a los años ochenta. La mayoría de nuestros vecinos de Rumanía criaba cerdos. No eran todos gordos como el nuestro. Mi chistoso abuelo, asomándose al muro que nos separaba de la casa de un vecino no tan adinerado, le gritaba alegre: „Oye tío, me parece que desde el momento en el que nos obligaron a juntarnos en la alabada cooperativa agrícola, el chillido de tu cerdo suena más voluptuoso que antes, no tiene más aquella voz aguda.” Era esa una sutil referencia a la situación después de la reforma agraria, que para nosotros había sido un negocio perjudicial, pero al vecino le había servido para alinearse con las otras familias, mejor situadas..

Mi papá tenía su propio método para quitarle a la matanza el lado trágico, dándole un toque más divertido. Cada verano compraba un par de lechones. Los elejía  macho y hembra y los bautizaba siempre por Nicolás y Elena, los nombres de nuestro dictador y de su esposa. Luego los cuidaba y alimentaba hasta que engordaban suficientemente. Le encantaba gritar a ellos cada día, procurando que los nombres Nicu y Elena se oían desde lejos, siempre en compañía de las más brutas palabrotas que conocía. «¡La madre que te parió, Elena, ven aquí, idiota!» o «¡Nicolae, cerdo apestado, te has cagado encima otra vez!».

Preocupada por su imprudente audacia, mi madre salía de la casa amenazándole: „¡Callate la boca, tonto, o no sabes que la alcaldesa te escucha desde su jardín! En cada momento puede llamar la furgoneta que recoja a los que nunca vuelven, para sacar las tonterías de tu cabeza!”

„¿Pero qué he hecho yo? » decía fingiendo inocencia mi Papá.

Cuando llegaba el día de la matanza, mi Papá salía en el patio y, mientras afilaba sus cuchillos, preguntaba en voz alta: «¿Quien va primero? ¿Nicolae? ¿Elena? ¡Ánimo y corazón, sacrificarse por la patria. Es la mas dulce muerte que hay. ¡Adelante!”

La preparación del adobo para el col era también la especialidad de mi padre. A través de una manguera hacía burbujear la mezcla turbia del barril, en la cual flotaban las cabezas de col. Así, la mixtura llegaba a su punto ideal de acidez justamente durante la segunda mitad del mes de diciembre, cuando más las necesitábamos para preparar los tradicionales rollos de repollo. Su jugo también era indispensable: lo bebíamos después de las abundantes comidas, puesto que nos ayudaba a aliviar el dolor de nuestras barrigas llenas hasta a reventar. iNada mejor para la digestión! Ni siquiera las pastillas depurativas traídas por mi hermana desde la ciudad dónde estudiaba la carrera de maestra podían proporcionar mejor alivio.

Quizás, solamente el fuerte aguardiente de ciruales preparado por mi padre podía competir con el efecto benéfico de ese zumo. Pero cada vez que bajaba al sótano para comprobar el estadio del repollo, mi padre insistía que, a diferencia de algunos amigos suyos, él no usaba ese pretexto para comprobar al mismo tiempo la calidad del licor.

Incluso mi madre admitía que mi padre no exageraba con el alcohol. Solamente antes de la comida solía tomar algo fuerte, según pide la costumbre en Rumanía. Después de comer no le apetecía beber más. Como consecuencia, mi madre se apresuraba a servir la mesa tan pronto como era posible, para que el no pudiera probar demasiados licores.

Todavía, mi madre tenía un truco: le echaba el licor en un vasito ligeramente diferente de los otros, uno que por error de fabricación tenia las paredes un poco más gruesas, en el que cabía menos cantidad. Y mi gracioso padre hacía el tonto, haciendo como si no lo habría notado…

Junto al zumo de col fermentado se comían papas al horno, en su corteza crujiente. A su lado se cocían rebanadas de calabaza, con una carne de brillante color naranja, bajo una piel bien morena, caramelizada por el calor del fuego de la chimenea. Nos servían al mismo tiempo de postre y de ambientador mientras envolvían la casa con su perfume irresistible. Luego pasaban por el horno crepitante los tradicionales pasteles y panes dulces con nuez, pasas y frutas confitadas, que llegaban a la mesa espolvoreados con azúcar de vainilla.

Cantábamos villancicos. Primero en la casa, acerca del árbol de navidad – un abeto que llegaba hasta al techo. Procurábamos cortarlo nosotros mismos con alguna antelación en el bosque cercano. Lo adornábamos siempre en las tardes del 24 de diciembre con bolas y guirnaldas resplandecientes, hechas a mano con papel metalizado o tapas de yogur, usando con perspicacidad la punta de un lápiz, pegamento e hilo de coser. Más tarde salíamos de la casa, yendo de visita a amigos y vecinos y cantando villancicos frente a sus puertas.

Así se llevaban a cabo las cosas normalmente, si no intervenía algo inesperado, alguna cosa desagradable que a veces daba la impresión que alguien allí arriba la programada para coincidir con la Navidad. Por ejemplo, varias veces cesaba de funcionar la bomba de agua, lo que obligaba a mi padre a bajar al sótano para intentar de repararla. Como profesor no tenia mucho talento de fontanero. De repente, mi madre acudía a la caja de primeros auxilios, sacando vendas de gasa para tenerlas a mano. No tardaba mucho hasta que las dos manos … izquierdas de mi padre empezaban a sangrar.

Claro que en esos momentos mi padre evocaba con ardor los tiempos pasados, intonando odas a la palanca del pozo que nunca fallaba cuando uno sacaba agua con el cubo. Después de pasar horas con una llave inglesa oxidada en sus manos, tratando en vano de hacer… milagros de Navidad, a mi padre le costaba mucho cambiar su humor y dedicarse a la celebración.

Si Papá Noel venía en persona, en vez de pasar a hurtadillas y dejar sus regalos debajo del árbol, nosotros, niños, sentados en su regazo, teníamos que recitar un poema.

¡Brillaban nuestros ojos como la famosa estrella de los Reyes Magos, tanto por la emoción, como por la angustia de no molestar al viejo Señor barbudo. Sabíamos que nos podía llevar consigo, en su enorme saco, si no probabamos haber sido buenos durante el año pasado. Pero después, cuando recibíamos aplauso de los demás, besos y abrazos sin fin, ¡nadie estaba más orgullos que nosotros! Corriendo y gritando por la casa como descabezados, escondiéndonos entre las piernas de los adultos y debajo de las mesas, entre los pliegues amplios de los manteles festivos bordados a mano, tratábamos de robarnos los dulces y los regalos recibidos.

En una de esas tardes festivas, una de mis primas se puso en ridicúlo cuando trató de recitar un poema. Frente a un „Santo Gruñón“, la pobre, sonrojándose, comenzó a voz fuerte con el pomposo título „El Partido“.

«¿Qué es ese partido?!», se hizo audible la voz atronadora del venerable vestido de rojo, él que no aceptaba en absoluto ser llamado „Abuelo Nieve”, como mandaban las nuevas directivas. La verdad es que le caía fatal la intromisión de la política en sus asuntos.

Sorprendida de la evidente ignorancia del viejito, mi prima, bastante brava, le gritó como respuesta: «¡es una casa muy grande!» Era aquella la imagen que le había surgido espontáneamente, que representaba un gran edificio, que veía todos los días en su camino a la guardería. Por supuesto se trataba de la sede del Partido Comunista, una visión gigantesca para sus ojos de enana. «Hohoho» se echó en carcajadas, mezclando sollozos con llanto, mientras sostenía sus manos vendadas frente a los ojos, para no revelar su identidad.

Este episodio antológico se quedó en los anales de nuestra familia, demonstrando la ruptura completa de la realidad en la que vivíamos, ajenos a los acontecimientos que movían el resto del mundo.

Una vez finalizada la época de la Santa Navidad y de la Noche Vieja, empezaba un nuevo año, en la mayoría de los casos lleno de nieve y de retozados infantiles invernales.

Durante los primeros días de enero, los chavales de los pueblos vecinos salían a la calle, montados a caballos adornados con borlas y mantas multicolores. Trataban de hacer huecos en el hielo que cubría los riachuelos, con el fin de echarse agua y rociarse. Mi Papá siempre los imitaba, riendose de su refrán interminable „Santo emisario Vasile”. Terriblemente irritada, mi madre le apostrofaba, rechazando cualquier conexión con este tipo de cantos bárbaros, aunque ella también había nacido y crecido en la comarca.

Este bautizo ritual con agua fría nos despertaba por fin, devolviendonos a la realidad. Nada recordaba más a las noches mágicas de antes. Poco a poco, nos reincorporabamos al rigor de la vida escolar, pero los recuerdos de nuestras aventuras cundían hasta Semana Santa.