¿Cuál eres tú?

¿Por qué tendemos a clasificar la gente en categorías? Cuando hablamos de uno u otro, a veces nos salen de la boca automáticamente caracterizaciones simplificadas, como por ejemplo «él es uno de los que saben lo que quieren» o «ella es la soñadora típica».

Una vez un amigo me dijo en serio que „Las mujeres, cuando cocinan, no usan el calor remanente de las placas vitrocerámicas». Y un otro me contó que detesta en absoluto las mujeres que no prestan atención a los espacios situados entre los dientes de los tenedores, mientras lavan la vajilla.

Tenedor multiplicado

 Bueno, pues yo también puedo decir que este primer amigo es „uno de los radicales», por que mete todas las mujeres en una categoría única, de «las que no entienden nada del cocinar con recursos modernos». El segundo amigo me parece un poco más sutil, puesto que, por lo menos, hace distinción entre las mujeres que limpian a fondo los tenedores y las que no dedican suficiente ánimo al arte de lavar.

Y así, de un golpe, me pongo yo también a dividir los hombres en categorías y concluyo: hay de los que generalizan, relativizando la naturaleza de las mujeres a nivel supremo y hay otros, más permisivos, que por lo menos las apartan en dos clases.

¿Pero cómo me ha salido esta tontería? ¡Acabo yo misma igual que ellos, dividiendo el mundo en categorías! Lo que pasa es que no podemos dejar de hacerlo, porque nos hemos acostumbrado a hacerlo a lo largo de nuestras vidas marcadas por reglas de crianza y de educación ordenada. Pensamos en categorías para simplificar el mundo que se manifiesta demasiado complicado para poder ser comprendido de repente. ¡Bendita paz aparente, sin partirnos la cabeza con preguntas incómodas!

¿Pero que hacer cuando precisamente estos comentarios nos quitan el sueño? Yo, por ejemplo, llevo más de veinte años obsesionada con la extraña idea formulada por mi mejor amiga de la niñez: «las personas con dedos gruesos tienen un carácter malicioso». En el mismo periodo de mi vida, una de nuestras más distinguidas y elegantes profesoras no paraba de decirnos que «una verdadera dama nunca llevara el pelo corto» y que «apresurarse no tiene gracia». Pues, ¿que hago yo con mi pelo corto, frente a la imposibilidad de domesticarlo? Además, casi siempre voy apresurada y sin embargo tengo dedos bastante vigorosos, pero no obstante, eso sí, lavo bien los tenedores y gasto cautelosamente la energía de la vitrocerámica.

Lanzadas en mitad de conversaciones absurdas y estúpidas, estas palabras, sin embargo inmediatamente olvidadas por los que las pronunciaron, se quedan en nuestras cabezas y siguen desafiando el tiempo, sorprendiéndonos en momentos inesperados, cuando nos encontramos con situaciones análogas. Sin embargo, cada vez que voy de prisa por la calle o voy a la peluquería, vislumbro mis obsesiones y acabo preguntándome cómo soy de verdad. Tal vez soy la que menos lo sabe…

Cuando queremos conocer a alguien, lo primero que le pedimos es que se presente. ¡Como si importara lo que piensa cada uno de si, con lo subjetivos y sensibles que lo somos todos! A lo largo de los años almacenamos las opiniones de otros sobre nosotros, a veces en contradicción entre ellas. Nos cuesta corresponder a cada una de ellas. Enfocados en las personas que nos rodean, dejamos de ser nosotros mismos.

Para un ex compañero de secundaria, yo soy «una ingenua, siempre dispuesta a creer cualquier cosa y a cualquiera». Mi compañera de estudios avanzados, en cambio, me califica como „calculada y determinada a perseguir mis propios objetivos, sin tener en cuenta los deseos de los demás“. Algunos familiares me consideran «demasiado seria», mientras unos de mis contactos de correo electrónico me insta a dejar de mandar mensajes de broma y „centrarme en la seriedad de la vida».

Bueno, si queremos saber la verdad, podríamos proceder de manera sistemática y concebir una especie de cuestionario, en el que marcar con una cruz todo lo que nos define. El millionario Onassis insistía que su éxito se debió a las notas que se tomaba sobre cada persona que conocía. Nosotros podemos hacer lo mismo, manteniendo a mano la definición de cada uno.

Por ejemplo, el distinguido parlamentario X es aficionado a las comidas picantes, le gustan las mujeres rubias, comienza la mayoría de sus sentencias con la palabra «pues», usa el papel higiénico doblado en cuatro capas, canta en italiano en la ducha y usa zapatos con suela fina. Es extraño cómo puede tener un matrimonio pacífico con la Gran Dama de la Ópera, una morena ardiente, que se horroriza por las canciones de su marido en el baño, se alimenta solo con verduras cocidas al vapor y odia la política. ¿Será la secretaria del ministerio que mantiene el equilibrio entre ellos, una típica rubia con aire maternal, que nunca olvida cambiar el rollo de papel higiénico y lo cuelga con el despliegue hacía la pared, como le gusta a Su Excelencia?

Yo no quiero más de estos estereotipos. ¡Me niego a creer que podemos ser tan lineales y predecibles como nos sugieran los analíticos adictos a los criterios exactos! Prefiero construirme cada día de nuevo, incluso si me cuesta más encontrarme de verdad. Todas las mañanas cuando me despierto soy una hoja de papel en blanco, ansiosa de ver lo que se va a quedar escrito en mi. Hay días en los que grito mis palabras y otros en los cuales las susurro temblorosa, casi imperceptibles. Y hay muchos días que se van sin dejarme nada que decir. A veces me resulta difícil decidir si pongo un signo de interrogación o puntos suspensivos al final, antes de volver a cero.

Pero también tengo otros días, en los cuales comienzo desde el final y me dirijo hacía el inicio, como una escritura árabe, que se lee al revés. En estos casos alcanzo mi meta en el último momento de la noche, antes de acostarme, cuando realmente me toca escribir el título del día en la esquina izquierda superior de la página. Me abandono después al sueño, concentrando en un rincón de mi memoria el milagro del día pasado.

Y si algún día estoy plácida y pacífica y en el próximo estoy revuelta, incluso insensata como un torbellino, eso no debería asustar a nadie. No hay contradicción entre el papel que tengo que desempeñar en mi vida y el impulso de ser lo que a veces que me apetece. La prueba de que no engaño a nadie (especialmente a mi misma) pronto se muestra en mi sueño tranquilo, cómo «premio fidelidad». En este sentido, si en ocasiones alguien me pregunta qué deseos tengo, contesto serena y sin dudar: Quiero tener sueños hermosos.

Gabriela Căluțiu Sonnenberg