El humor de los ingleses
Hablar una lengua extranjera es una cosa muy útil, pero comprender la mentalidad de los otros supone entenderlos de verdad.
A mí, por ejemplo, me encantan los ingleses. Tienen un humor muy especial. Por supuesto, se trata del famoso humor británico. Como expresión condensada de su forma de pensar, este humor reúne dos extremos que aparentemente no tienen nada que ver uno con el otro: por un lado el detalle minimalista observado con una nitidez aguda, casi indecente, y por otro lado un punto de vista tan alejado y elevado, que ni siquiera se puede imaginar uno que eso tendría algo en común con nosotros.
Doy un ejemplo sencillo, de algo que me sucedió hace algunos días, aquí, en nuestro pueblo. Un día me encontraba en una tienda de artesanía, en busca de una cesta para almacenar frutas y verduras. Mientras trataba de sacar una canasta de mimbre desde la base de una pirámide muy alto, aquella construcción precaria cedió a mis esfuerzos y se derrumbó, produciendo un gran estrépido. De repente, detrás de mí se hizo audible una voz apagada y llorona:
«¡Dios mío, que susto! ¡Mi corazón casi se paró!»
Miré atrás y vi a un anciano, evidentemente inglés, temblando, cuya cara se había puesto casi en blanco. Me apuré a sostenerlo y le pedí disculpas repetidamente hasta que él me aseguró que se encontraba bien.
Unos momentos más tarde, mientras esperaba mi turno en la caja, alguien me golpeó ligeramente en el hombro. Di la vuelta y me encontré frente a una alegre Señora. Simulando indiferencia, ella me preguntó en inglés:
«¿Eres la chica que casi consiguió convertireme en una viuda rica?» Detrás de ella, el Señor de antes, el del casi-infarto, se reía a carcajadas.
*
En otra ocasión, cuando me encontraba en el salón de festividades de un prestigioso hotel de la Costa Blanca, después de haber supervisado un certamen deportivo, me pasó algo similar. Acababa de imprimir los resultados finales de la competición, cerrando la sesión de trabajo en mi ordenador. Estaba muy contenta de que finalmente había llegado el momento de ir a la Fiesta de la Cerveza, donde iba a asistir a la entrega de premios y celebrar el éxito del evento. Con ganas de marcharme, agarré la bolsa que contenía mi bonito traje tradicional de los Alpes y me dirijé con prisa a ir a los aseos del elegante hotel, con la intención de vestirme de alemana.
El vestido típico de la zona de Salzburg es un poco especial. Ponérselo no es cosa fácil. Tiene un corsé muy apretado y unas mangas que dejan los hombros al aire. Para evitar los enredos, hay que vestirse con cuidado, respetando un orden bastante estricto. Pero yo conocía todos esos trucos. No éra la primera vez que me vestía sola.
Desabroché la blusa, deslizé la cremallera, puse mi cabeza en la abertura del escote y metí las manos en los huecos reservados para los hombros. En ese momento me di cuenta que había sucedido una gran desgracia. ¡Estaba atrapada!
¡Allí me encontraba yo, atascada, manos arriba, junto a mis orejas! Los pechos desnudos se me veían bajo la blusa que se había quedado enganchado en el mentón, apretando mi cuello. Eché un vistazo al inmenso espejo que había a mi lado y lo que vi reflejado allí casi me dió miedo. ¡La realidad era aún peor de lo que yo me imaginaba! Con una cara roja por el esfuerzo, aquella criatura, que se parecía vagamente a mi, me devolvía la mirada asustada, con unos ojos llenos de espanto.
”¡Así no puedo salir al vestíbulo para pedir ayuda!“ fue la primera cosa que pasó por mi mente. Era imposible escaparme de aquella situación. Además, había dejado mi teléfono móvil al lado del ordenador.
Bueno, por lo menos no tenía dificultades para respirar, así que decidí quedarme tranquila, esperando a que viniera alguien a salvarme de aquella desgracia.
No pasó mucho tiempo hasta que una dama bien vestida, de aspecto británico, abrió la puerta y se acerco al rincón de los lavabos. Yo me puse aún más roja, como un tomate. Estaba muy nerviosa y me sentía ridícula. La situación me daba mucha vergüenza.
La Señora se fijó en mí, quedándose de piedra, con la boca abierta. Me miraba sin parpadear. Yo me mantenía en una posición humilde, para no provocarle miedo y me forcé a usar las palabras más elevadas que conocía en inglés, tratando de disculparme por las molestias.
«¡Le doy gracias a Dios por haberla puesto en mi camino! Temo que me encuentro en una situación un poco insólita. Estoy siendo inmovilizada en esta posición, a pesar de mi voluntad. ¿Le importaría echarme un mano, con el fin de liberarme de este lío? »
La Señora no dudó ni un instante y se puso a caminar, acercándose al rincón en el cual yo seguía agachada. Deprisa me liberó de las correas del corpiño. Luego se echó a reír a carcajadas, como loca, casi sofocándose. Tan contagiosa era su euforia que yo no pude resistirme y empecé a reírme aún más que ella.
Terminamos derrumbadas en el suelo de mármol reluciente, como dos muñecas quebradas, recostadas una contra la otra, sujetándonos y jadeando hasta que nuestros estómagos convulsionados empezaron a dolernos. No acuerdo haberme reído tanto desde primaria, cuando nuestra maestra de clase se veía obligada a echarnos – a mi y a mi compañera de banco – fuera de la clase, porque no parábamos de retorcernos de risa.
Después, con lágrimas en los ojos, la Señora inglesa me dijo:
«Llevo una semana en este hotel y durante todo este tiempo ni un instante de risa, o sonrisa, nada en absoluto. Mi visita tiene una razón muy triste. Mi padre se murió repentinamente la semana pasada y yo vine con la misión de vender su casa y de gestionar la herencia que me dejó. Te digo la verdad, cariño, no creo que Dios me haya enviado para ayudarte, sino justamente el revés. Eres tú la que el Señor puso en mi camino, para liberarme del corsé invisible que me oprie el corazón, sofocándome.“
*
Para concludir sobre el humor británico, yo estoy convencida de que todos, sea cual sea nuestra nacionalidad, podemos practicar el mismo desapego frente a las durezas del destino, evitando sumergirnos en la tristeza cotidiana. El hecho de entender perfectamente su humor sutil nos demuestra que también nosotros somos capaces de relativizar todo con la misma gracia, así como lo hacen ellos.
¿Por qué no imitar a mi compañero de tenis, el que siempre pide cortésmente disculpas cuando gana un punto no mercido, debido al azar?
«¡Oh, I´m sorry!», exclama el caballero inglés.
Pero después, mientras gira elegantemente sobre sus talones, susurra guiñándome un ojo: «Actually, I am not.»